Graffiti. Valparaíso

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Tour Agua Regia

El mejor plan es no tener plan.
Esta vuelta llevo pasajeros.


domingo, 15 de junio de 2025

INTELIGENCIA ARTIFICIAL

 ¡¡GUARDA!!
LO SIGUIENTE FUE ESCRITO CON CHAT GPT.
(No lo volverè a hacer)


Malvinas en crucero: pingüinos, domingo y silencios patagónicos

Zarpamos con el alba. El gordo crucero parecía un gigante que se desperezaba en mitad del océano, mientras el mar, de un azul profundo y serio, lo envolvía con suaves caricias. El destino: las islas Malvinas. En mi mente, un puñado de pájaros enormes y paisajes desolados; pero con cada ola, mi expectativa se agigantaba.

Llegada al Puerto Argentino

Al desembarcar en Puerto Argentino, una paz difícil de describir bajó sobre nosotros. Quizás era el aire helado, quizás el eco del sonido de pasos que crujen sobre gravilla o la vastedad infinita del horizonte. Enseguida, nos subimos al famoso hop on hop off, un autobús que se mueve sin prisa, como queriendo rendir homenaje a lo lento y lo callado. La primera parada: los pingüinos. ¡Oh, los pingüinos! Con sus trajes blancos y negros, se balanceaban, caminaban, se posaban para nuestros relatos en voz baja. No gritamos, no dejamos basura. Sólo observamos, reverentes ante su naturalidad, ante su imperceptible grandeza.

Los pingüinos en su día cualquiera

Allí estaban, grupitos cuasi ceremoniales. Algunos juveniles todavía encapuchados en plumón gris, otros ya majestuosos y erguidos, curioseando esa extraña comparsa humana. Mantuvimos la distancia justa, y el viento helado se convirtió en un acompañante más de la escena. Podría pasarnos horas ahí, silenciosos, respirando su ritmo pausado. Pero el reloj y los brazos de la embarcación nos reclamaban.

Puerto Argentino: un domingo de almas pausadas

Retornamos al hop on hop off y continuamos recorriendo Puerto Argentino. Era domingo y la pequeña iglesia, de una sola nave, de piedra envejecida por el viento, se alzaba callada. Entramos. No había misa, no había coros, apenas un banco suelto, una imagen sencilla. El olor a madera húmeda, la tenue luz que entraba por vitrales modestos, todo conspiraba para que uno se sintiera franco con lo íntimo: con la fe, con la nostalgia del domingo. Miré alrededor y me pregunté si los habitantes de este lugar —pocos, pero firmes— sienten la necesidad de congregarse como lo hacemos en grandes ciudades. Tal vez su culto es otro: el de la lejanía, el de sostenerse en un rincón del mapa que todos conocen, pero casi nadie recorre.

Calles, casas, viento y memoria

Después de la iglesia, bajamos de nuevo al autobusito. Las callecitas, rectas y aparentemente silenciosas, nos llevaron por casas pintadas en tonos pálidos, pequeños jardines que desafiaban al viento patagónico, y carteles dormidos que anunciaban recuerdos: “Puerto Argentino”, leía uno. El mar, a apenas un par de cuadras, insinuaba su presencia. Un camión pasó; levantó algo de polvo sobre la tierra, y enseguida volvió a la calma.

El regreso al barco

Al caer la tarde, ya de vuelta en el crucero, todo parecía tejido por una misma melodía: el murmullo lejano del mar, recordando los pasos de los pingüinos; el silencio reverencial de la iglesia; la leve brisa de un domingo que sabe a poco, a mucho. Me detuve en la cubierta y abracé el frío. Un sol que declina, manchas rosadas sobre el agua, y el crucero que se recuesta lentamente, alejándose de esas islas que te roban la palabra.

Si alguien me pregunta: «¿vale la pena visitar Malvinas?», pienso en los pingüinos, en aquel domingo introvertido, en la calma enorme del viento patagónico. Y respondo sin titubear: , porque hay lugares que no se visitan con la cámara, sino con el silencio del corazón.


Gracias por leer esta crónica; ojalá te contagie un poco de ese aire patagónico, de esa calma frágil, de lo lento que nos deja el sur cuando sabemos escucharlo.

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